En este espacio busco cuestionar el modo en que, debido a los cambios que se han dado en la clínica y en la sociedad en el último siglo, se articula el trabajo psicoanalítico actualmente. El cuestionamiento de la subjetividad se ha vuelto sospechoso debido a nuestro temor a vernos perdidos dentro de una maraña sin referencias.
A consecuencia de una idea de progreso adaptativo, se promueve un modelo ideal de inserción exitosa en la totalidad. El otro se convierte en un espejismo que auto-renace desde el miedo al fracaso. En la clínica, nos encontramos con sujetos que se evaden de su sufrimiento y desean ingerir estupefacientes para lograr lo que buscan: sacrificarse en pos de la superación. Anhelan entregarse de forma absoluta, a cualquier precio, por el temor al derrumbe o al agravio de la exclusión social.
El olvido y la huida de sí mismos opera como forma de obturar la singular fuente de interrogación. El misterio de cada uno deja de tener sentido. Es una sospecha incómodo y culposa, porque el enigma es algo desconcertante y bizarro. La angustia gira prontamente por la pendiente de una catastrófica exclusión. Esta expulsión radica en una indefensión que no puede alimentar la confianza básica en uno mismo. Este funcionamiento urge a la perdición, para perder de vista las diferencias, sin legitimar, haciendo menospreciable la singular división subjetiva. El desconcierto de lo ilimitado, de lo sin retorno, se apodera del miedo al abandono, porque el sujeto no se reconoce a sí mismo en su modo particular de comprometerse con las palabras, no encuentra un modo de retornar a la realidad.
Elegir, por defecto, es una apuesta por el triunfo del defecto, que salva el escollo de la propia falta, ya que actúa como expiación. Este es el sufrimiento de las nuevas patologías psíquicas: adictivas y propias de los sujetos sin fronteras, con trastornos límites e hiperactivos, que se consumen con una pasión desmedida.
Este sufrimiento retroalimenta la fuente del desamparo y la entrega a un modelo que condena a la cautividad en la prisión de lo ya conocido. Más vale lo malo, ya conocido, que estructura la adaptación. Sin embargo, por paradógico que resulte, este funcionamiento dificulta el reconocimiento de la realidad social y su enlace con la precaria subjetividad. Esta se confunde con lo singular, que rompe lo que le enlazaba a lo perdido. Cuando el sujeto no encuentra la manera de reconocer la pérdida a través de su lenguaje, no puede construir la interpretación simbólica desde lo real en la realidad compartida. El sujeto queda cada vez más expuesto, y su vulnerabilidad le vuelve por ende más manejable por la sociedad. La adaptación a cualquier precio para recibir aprobación que refuerce la autoestima hace que los sujetos se sientan encerrados en una autoexigencia que alimenta su extenuación, y la enajenación al servicio de una instrumentalización vuelve más acuciante su indefensión.
A consecuencia de una idea de progreso adaptativo, se promueve un modelo ideal de inserción exitosa en la totalidad. El otro se convierte en un espejismo que auto-renace desde el miedo al fracaso. En la clínica, nos encontramos con sujetos que se evaden de su sufrimiento y desean ingerir estupefacientes para lograr lo que buscan: sacrificarse en pos de la superación. Anhelan entregarse de forma absoluta, a cualquier precio, por el temor al derrumbe o al agravio de la exclusión social.
El olvido y la huida de sí mismos opera como forma de obturar la singular fuente de interrogación. El misterio de cada uno deja de tener sentido. Es una sospecha incómodo y culposa, porque el enigma es algo desconcertante y bizarro. La angustia gira prontamente por la pendiente de una catastrófica exclusión. Esta expulsión radica en una indefensión que no puede alimentar la confianza básica en uno mismo. Este funcionamiento urge a la perdición, para perder de vista las diferencias, sin legitimar, haciendo menospreciable la singular división subjetiva. El desconcierto de lo ilimitado, de lo sin retorno, se apodera del miedo al abandono, porque el sujeto no se reconoce a sí mismo en su modo particular de comprometerse con las palabras, no encuentra un modo de retornar a la realidad.
Elegir, por defecto, es una apuesta por el triunfo del defecto, que salva el escollo de la propia falta, ya que actúa como expiación. Este es el sufrimiento de las nuevas patologías psíquicas: adictivas y propias de los sujetos sin fronteras, con trastornos límites e hiperactivos, que se consumen con una pasión desmedida.
Este sufrimiento retroalimenta la fuente del desamparo y la entrega a un modelo que condena a la cautividad en la prisión de lo ya conocido. Más vale lo malo, ya conocido, que estructura la adaptación. Sin embargo, por paradógico que resulte, este funcionamiento dificulta el reconocimiento de la realidad social y su enlace con la precaria subjetividad. Esta se confunde con lo singular, que rompe lo que le enlazaba a lo perdido. Cuando el sujeto no encuentra la manera de reconocer la pérdida a través de su lenguaje, no puede construir la interpretación simbólica desde lo real en la realidad compartida. El sujeto queda cada vez más expuesto, y su vulnerabilidad le vuelve por ende más manejable por la sociedad. La adaptación a cualquier precio para recibir aprobación que refuerce la autoestima hace que los sujetos se sientan encerrados en una autoexigencia que alimenta su extenuación, y la enajenación al servicio de una instrumentalización vuelve más acuciante su indefensión.